Por Romi Morales
La Parashá Tzav continúa desplegando el mundo de los korbanot (sacrificios), y se enfoca especialmente en el rol de los kohanim dentro del Mishkán. En medio de las instrucciones detalladas sobre ofrendas (olá, minjá, jatat, asham), sobre la manipulación de las cenizas del altar y la consagración de los sacerdotes, aparece una frase que—aunque enmarcada en un contexto ritual—ilumina dimensiones mucho más amplias:
“Un fuego perpetuo arderá sobre el altar; no se apagará” (Vayikrá 6:6).
Ese fuego eterno, que debía mantenerse encendido día y noche, fue entendido por sabios de todas las generaciones como algo más que una orden técnica. La llama se volvió símbolo del alma, de la espiritualidad, del compromiso, del liderazgo, del vínculo entre el ser humano y lo trascendente. Pero sobre todo, se convirtió en imagen de la constancia: esa capacidad de sostener lo importante incluso cuando el entorno no acompaña, incluso cuando nadie aplaude, incluso cuando cuesta.
En una época donde reina la inmediatez, la ansiedad por resultados rápidos y el desgaste emocional, esta llama nos interpela como educadores:
¿Cómo sostenemos viva nuestra propia llama?
¿Cómo encendemos la de otros sin apagar la nuestra?
¿Cómo acompañamos con sentido, con presencia, con esperanza?
Si te interesa el tema, acompáñame. ¡Empezamos!
¿Qué significa un fuego que no se apaga?
Rashi explica el versículo literalmente: el fuego del altar debía ser reavivado cada mañana. Nada más técnico, pero también nada más humano. Porque, ¿acaso no necesitamos, cada uno de nosotros, renovar nuestras fuerzas cada día para no apagarnos?
El Midrash Tanjuma da un paso más, comparando esa llama con el alma: una chispa divina que requiere alimento constante. Si no se la cuida, se enfría. Si no se la protege, se desvanece.
Y el Rav Jonathan Sacks z”l, con su lucidez habitual, agrega otra dimensión: ese fuego simboliza la responsabilidad moral del pueblo judío. Aun sin templo, aun en contextos hostiles, la llama debe seguir ardiendo. Porque encarna una misión colectiva, una memoria ancestral, una ética que nos trasciende.
En educación, esta imagen es especialmente poderosa.
Paulo Freire decía que educar es un acto de amor y fe en el otro.
Reuven Feuerstein enseñaba que todo ser humano puede transformarse, si alguien cree en él lo suficiente como para acompañarlo.
Howard Gardner nos mostró que hay múltiples formas de aprender, y por lo tanto, múltiples fuegos por encender.
Educar, entonces, es más que transmitir.
Es encender. Sostener. Iluminar.
Es comprometerse con el crecimiento del otro como si de una llama sagrada se tratara.
Ser educador es ser un Ner Tamid.
¿Qué pone en riesgo esa llama?
Vivimos tiempos en los que la identidad judía y sionista de nuestros jóvenes se ve tensionada.
El mundo les plantea elecciones complejas: entre integrarse o conservar sus raíces, entre ser aceptados o ser fieles a quienes son.
El antisemitismo se disfraza de crítica cultural; el antisionismo, de supuesta superioridad moral. Y el ideal de ser “ciudadanos del mundo” muchas veces propone una neutralidad que implica desconexión.
No es raro que haya dudas, alejamientos, frialdades. Y frente a esa realidad, nuestro rol como educadores se vuelve aún más necesario.
Somos los guardianes del fuego ancestral.
No lo hacemos desde la imposición ni desde el miedo, sino desde la confianza, desde la inspiración, desde el ejemplo.
Nuestra tarea no es conservar cenizas, sino avivar llamas.
No es preservar por inercia, sino dar sentido a lo que encendemos.
Crear espacios donde ser parte del pueblo judío y del proyecto sionista sea una elección significativa, no una carga.
Donde la identidad se viva con orgullo, como una brújula, y no como una mochila.
¿Y cómo se cuida ese fuego?
Cuidar una llama implica esfuerzo. Y como educadores, sabemos que no siempre es fácil.
El cansancio, la rutina, la incertidumbre, la falta de reconocimiento, pueden erosionar nuestra motivación.
La llama tiembla cuando sentimos que lo que hacemos no alcanza, cuando dudamos de si dejamos huella, cuando el entorno parece indiferente.
Por eso, cuidar el fuego propio es también parte de la tarea.
Buscar espacios que nos inspiren, personas que nos sostengan, palabras que nos renueven.
Formarnos, compartir, conectarnos con otros que también creen en el valor de educar.
Y sobre todo, recordar por qué empezamos.
Ser un Ner Tamid no significa estar siempre brillando.
Significa estar presentes: con coherencia, con compromiso, con sensibilidad.
Ser fuego no para arder en soledad, sino para dar luz a otros sin apagarse uno mismo.
¿Qué podemos hacer, concretamente?
Ser un Ner Tamid empieza por los pequeños gestos.
Escuchar con atención genuina.
Sostener procesos sin ansiedad.
Crear rituales que generen pertenencia: una frase que se repite al cerrar una actividad, un saludo, una costumbre compartida.
Implica ser referentes que inspiran más con el ejemplo que con el discurso.
Estar disponibles. Ser coherentes.
Cuidar de nuestra llama tanto como de las demás.
Y también, saber reconocer nuestros límites. Cuando la llama flaquea, saber pedir ayuda. Porque el fuego, como todo lo vivo, necesita de otros para seguir encendido.
La constancia no es rigidez. Es cuidado amoroso. Es fidelidad al propósito.
A modo de cierre
Hoy, más que nunca, el mundo necesita fuegos que no se apaguen.
Ser educadores judeosionistas es una elección.
Elegimos encender.
Elegimos sostener.
Elegimos iluminar.
La Parashá Tzav nos recuerda que hay fuegos que deben seguir ardiendo, porque en ellos se enciende algo más grande que nosotros: el legado de un pueblo, la responsabilidad de una misión, la esperanza de un futuro.
Que podamos ser para nuestros jóvenes aquellas personas que encienden llamas.
Y que, cada vez que soplen fuertes vientos y que nos preguntemos si vale la pena seguir educando, tengamos la fuerza para responder:
¡Sí, vale la pena!