Viaje la frontera Polonia-Ucrania, Marzo 2022.
Por: Natalia Germán Kestler
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Volví porque la realidad me convoca a resolver las cuestiones cotidianas de mi vida: el trabajo, la casa, los hijos, mi pareja, los amigos. Tal vez mejor así sea, después de todo, ¿quién se va a ocupar de mi vida si no lo hago yo?
Mi cotidianeidad fue en lo que más pensaba al cruzarme a cientos y miles de mujeres en el centro de refugiados en la ciudad fronteriza de Przemyśl. No podía evitar verme reflejada en esa mamá modernamente vestida, con una valija nueva y dos niños hermosos tras ella. Hermosos los tres, hermosos y cansados, ojerosos, un tanto despeinados y una cara de profunda confusión. Percibía la mirada de la mamá buscando en el horizonte un lugar acogedor, un espacio de protección, un futuro fuera de peligro en lo inmediato y dispuesta a hacer todo por sus hijos, aceptando la incertidumbre y luchando contra un cansancio extremo.
De ser sincera, debo decir que durante mi estadía en Przemyśl no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de la guerra, pero hubieron momentos de un refinado y profundo entendimiento sobre la destrucción y sobre la esperanza. Esas mamás, como yo, dos semanas atrás iban a trabajar, llevaban a sus hijos a la escuela, a la tarde asistían a clase de Pilates, a la noche compartían la cena y renegaban con su marido por quién bañaba a los chicos. Luego contaban un cuento sobre Hadas mágicas y se iban a dormir. De un día otro, su rutina se esfumó para siempre.
Mi tarea en el centro de refugiados, junto a un grupo de fantásticos voluntarios, fue crear un espacio para infantes y niños, donde pudieran simplemente estar, jugar y ser otra vez niños. Al no tener idioma en común, desarrollé una estrategia tan simple como efectiva: jugar. Si elegía un juego de mesa como el Jenga o un Puzzle, me ponía a jugar sola y los niños naturalmente se iban sumando a mi juego. Si quería hacer tatuajes o stickers, me hacía tatuajes de dragones y flores en los brazos y los chicos se acercaban y elegían su tatuaje y me señalaban en cuál bracito estamparlo; si quería jugar al juego «que el globo no toque el piso», me desafiaba a mi misma y los chicos se iban sumando. Así de simple, yo en hebreo o español y ellos en ucraniano. Aprendí que no hace falta un idioma para jugar, para regalar una sonrisa, para hacer una monería y para recibir un abrazo de oso de esos que te acarician profundamente el alma.
Pikachu
Durante los días que estuve en el centro de refugiados, tuve el privilegio de sentir y hacer lo que dicta el corazón. Sin demasiados pensamientos, con el único objetivo de hacer sonreír a los niños y brindar tranquilidad a las madres en esos momentos tan oscuros de sus vidas. Una hora de tranquilidad puede significar una Piedra menos pesada en el corazón.
En más de una oportunidad, al bailar con los chicos, al saltar, transpirar y estar plenamente concentrada en el juego, me animé a mirar a mi alrededor y ver a las madres llorando, derrumbando ese dique que formaron todos esos días de marcha escapando del peligro inminente. Ver a su hijo jugando, bajo un techo confortable, con una loca argentina israelí que les hablaba, les cantaba en otros idiomas, les pintaba una nube en las caritas, les regalaba un globo, una palabra mal y graciosamente dicha en ucraniano y un baile con muchas sonrisas.
Una Vuelta a la cordura, una pizca de normalidad, ese fue mi granito de arena.
El irlandés
Cierto día limpiamos nuestro «club» de niños: juguetes rotos, fibras sin tapitas, tarritos de burbujas de jabón acabados, plastilinas secas, ositos de peluches sucios. Afuera del lugar se levantó una montaña de cartones que habría de tirarse en algún basural que nunca supe dónde quedaba. En el pasillo del centro de refugiados veo un señor mayor vestido con ropa deportiva elegante, limpiando con un trapo el piso el corredor. Me acerco y le pregunto en un inglés básico, si me puede decir quién es el encargado de limpieza -en nuestro mundo conocido sería «su jefe»- para pedir que vengan a retirar los cartones. Este señor, irlandés – lo supe más tarde- con porte de jefe de una empresa, se ofreció en seguida a darse a la tarea de retirar toda la basura del lugar.
No sé por qué, ni cómo, ni cuál es la razón que llevo al señor irlandés a ocuparse de nuestra basura, pero lo cierto es que él estaba ahí, haciéndolo. Y así como él, varias decenas de voluntarios del mundo estaban apostados en el centro de refugiados, limpiando, cocinando, curando, ordenando, cuidando niños, abrazando, ofreciendo las dos manos, dándolo todo desde su más sincera humanidad.
La abuela más poderosa del mundo
Un día, en varias oportunidades, vi a una señora mayor, rengueando con muletas, con su nieto de unos seis o siete años con síndrome de Down sujetando una de las muletas a falta de manos libres. Todas las veces que los cruce, los vi solos, caminando, yendo al comedor, en el turno para el baño, o solo caminando por los pasillos. Esta pareja tan particular me produjo profunda tristeza y profunda admiración. Entendí que la guerra no deja opción.
Plan B
Si hasta ahora había creído que mi vida depende solo de mí, aprendí de la guerra que basta con la decisión loca de un miserable con poder para desestabilizar la balanza del mundo. Aprendí que el hombre ama la vida pero no puede evitar la Guerra. Aprendí que la guerra es una bola de nieve y casi nunca se puede volver atrás. Aprendí que la migración es un acto humano de orden natural en situaciones de peligro, desde el Homo Sapiens saliendo de África hasta nuestros días. Aprendí que dependemos unos de otros. Aprendí sobre la versatilidad.
Pipi Card*
Cuando acepté la idea de participar en un acto humanitario de semejante medida, sin dudarlo y sin demasiadas preguntas me di a la marcha sin saber con quién iba a trabajar y sin adjudicarle a este tema mayor importancia.
El equipo de nuestro club de niños resultó ser el grupo más desigual que podría haberse formado, tanto en edades, como en procedencias, ocupaciones, intereses generales, idiomas. Hubieron tensiones y desafíos, cada cual enfrentó la situación a su manera. Pero puedo decir que en solo un puñado de días, nos convertimos en el equipo más integrado y eficaz del planeta. Eso de «el poder está en la mezcla», bueno, eso. Y agregaría: el buen uso del humor.
Personas fantásticas y con un gran corazón.
*Pipi Card hace alusión a un chiste interno de nuestro equipo.
Samovar
Una tarde de otoño de los años 90, la abuela Paulina me contó una historia corta acerca de una lámpara muy curiosa que adornaba la esquina del living en su departamento de la calle Oroño.
Esa lámpara transformada era originalmente un samovar de antaño que su abuela habría rescatado huyendo de su casa en una ciudad de Ucrania tras ser perseguidos por el solo hecho de ser judíos. En esta historia, su abuela huyó con sus hijas, llevándose lo puesto y con su samovar a cuestas porque era algo de mucho valor. El desenlace de esta historia conlleva a un momento de tensión en el cual su abuela se percata de haber perdido la canilla del samovar en el camino y decide, volver a buscarla bajo el peligro inminente. Lo logra. Meses más tarde, estarían construyendo su nuevo hogar en tierras lejanas de un país llamado Argentina.
Esta anécdota, que un tanto me impactó en ese momento de niñez, surcó en mi identidad un lazo estrecho con el pueblo judío, un sentimiento de pertenencia enraizada.
Desde este lugar puedo sentir en las fibras de mi cuerpo que la vida tiene enigmáticos e indudables giros.
El milagro de los peces
Miroslav es un niño de diez años. Reside en el centro de refugiados con su padre hace tres semanas esperando por una visa hacia Canadá. Miroslav estaba todo el día en el club de niños, jugaba, bailaba, ayudaba, dormía y también pedía a los voluntarios que le prestaran un rato el teléfono.
Una noche, mi compañera de cuarto Ira, me comentó que sería muy lindo conseguirle a Miroslav un teléfono móvil para que pueda tener acceso a internet y poder estar en contacto con sus amigos. Medio por casualidad, tenía en mi valija un teléfono en desuso (del trabajo) y decidí ofrecérselo.
Al siguiente día, al recibir el consentimiento de su padre, quien tenía un teléfono común sin Internet, acordamos que el móvil lo tendría el padre y durante las tardes, éste pasaría a manos de Miroslav.
La alegría de ese niño al recibir el teléfono me llenó de felicidad.
Más tarde, un voluntario parisino que había abierto un improvisado «Internet Café» para los refugiados, le ofreció a Miroslav un par de auriculares bluetooth, completando así el kit que tiene cualquier niño promedio del mundo occidental moderno.
Al siguiente día, Alina, una voluntaria de nuestro equipo, escuchó la historia del teléfono y decidió publicar un post en Facebook pidiendo a los amigos teléfonos inteligentes en desuso. En menos de las siguientes 48 horas, 20 teléfonos hacían su camino a Przemyśl.
Hoy, dos semanas más tarde, me entero que el voluntario francés de nombre Emanuel, que había abierto el improvisado «Internet Café» en el centro de refugiados, tuvo que retornar a su vida, a su cotidianeidad, a su casa en las afueras de Paris. En su caravana viajan dos invitados de lujo: Miroslav y su padre.
Solo le pido a Dios, que la guerra no me sea indiferente, es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente. Leon Gieco