Los contrastes en Israel

La vida interna de la sociedad israelí

Por: NATAN LERNER, profesor de Derecho Internacional, en el Centro Interdisciplinario
Herzliya y en la Universidad de Tel Aviv.

Sección: Sionismo/ Israel


Hay un gran interés por parte de la opinión pública mundial por todo lo que se
relaciona con Israel. Por regla general, el interés se concentra en política exterior y relaciones con los vecinos, o en manifestaciones originales, como el kibutz, por ejemplo. Menos curiosidad hay por la vida interna de la sociedad israelí, las tensiones sociales, ideológicas, religiosas y, en general, las relaciones grupales.

Israel constituye un caso singular en la historia de la creación y consolidación de los estados nación. Entre el proceso dramático que culminó el 14 de mayo de 1948 con la proclamación formal de la independencia de Israel, por un lado y, por el otro, los numerosos ejemplos de creación de estados en los siglos XIX y XX no hay muchas analogías. Esto es en especial válido para la transformación radical de la sociedad israelí, jalonada por gigantescos cambios demográficos e intensas sacudidas militares y políticas.

Israel fue concebido, creado y construido como un ente político dedicado a una meta: el sionismo, movimiento fundado a fines del siglo XIX por Theodor Herzl con el apoyo de grupos considerables del pueblo judío. Éste es una comunidad étnica, religiosa y cultural que no perdió su identidad grupal en su larga historia de dispersión entre muchos pueblos, y que fue catastróficamente afectada en el siglo XX por el holocausto, el exterminio por los nazis de seis millones de judíos, cerca de la mitad de la población judía del mundo en aquel entonces. El sionismo aspiró al establecimiento, en el territorio donde dos milenios antes había habido una estatalidad judía, de un Estado independiente con amplia mayoría judía.

Es contra este trasfondo histórico que debe analizarse la sociedad israelí actual. Ella contiene una población muy variada, multiétnica, multirreligiosa y multicultural o idiomática, de algo más de seis millones de personas. Alrededor del 80 por ciento del total comparte el sentimiento de pertenecer a una nación, con historia, religión y cultura comunes, identificables y distinguibles. La minoría no judía se concibe a sí misma como muy diferente en términos étnicos, religiosos, idiomáticos e históricos de la mayoría, que admite esa diferencia y conoce la afinidad entre esa minoría y la población de la región, más allá de las fronteras de Israel. Ni la mayoría ni esa minoría, los árabes de Israel, buscan la asimilación. Gozan de ciudadanía común, pero
ello no anula la diferencia. Este cuadro no incluye a los árabes que viven en los
territorios disputados, más allá de la “línea verde”, las fronteras de 1967.

En la mayoría judía coexisten grupos, conscientes de un destino común pero
separados por tensiones derivadas de sus modalidades étnicas, su extracción
geográfica, sus idiomas maternos, sus particularidades en cuanto al culto, sus
singularidades de comportamiento, preferencias culturales, gastronómicas, sus
concepciones de vida y su arraigo. El mizug galuiot, la fusión de las diásporas, es decir, la integración total entre los distintos sectores de la población, fue uno de los lemas principales del sionismo, sólo parcialmente logrado.

Durante muchos años se clasificó a la sociedad israelí sólo desde dos ángulos: a)mayoría judía y minoría árabe; b) en la mayoría judía, aschkenazim, de origen
europeo, y sefaradim (literalmente españoles), de origen oriental o balcánico o
sudeuropeo.

Esta clasificación, más o menos correcta hasta hace un par de décadas, ha sido
alterada por los cambios demográficos, fruto de la inmigración, así como de la
aculturación y matrimonios mixtos.

En el 2002, los judíos en Israel sumaban 5.025.000, es decir, el 39% de los judíos del mundo. Esto significa que desde la creación del Estado la población judía de Israel creció ocho veces, ante todo por la inmigración. El crecimiento demográfico es mayor entre los árabes, y entre los judíos depende de factores sociales y culturales.

Pero no se trata meramente de números. En los primeros años del Estado, la principal afluencia migratoria provenía de países como Marruecos, Iraq, Yemen; en los últimos 12 años cerca de un millón de personas llegaron de los países que formaban parte de la ex Unión Soviética y unos 45.000 de Etiopía; en el 2002 unas 6.000 personas vinieron de Argentina. Esto produce un mosaico cultural, social, psicológico de lo más variado y complejo. Su impacto sobre las relaciones, las tensiones, los conflictos, en la sociedad es enorme.

Los parámetros de ese impacto son, en la mayoría judía, encuentro y pluralidad, en términos étnicos y culturales. Yemeníes, iraquíes, norteafricanos, rumanos, anglosajones, latinoamericanos, rusos, etíopes, y sus descendientes, se sumaron al núcleo original europeo (ruso, polaco, centroeuropeo en su mayoría, ideológicamente motivado) y pugnaron por construir una nación, un pueblo, con cuanta más afinidad y menos diversidad posibles. El resultado es todavía impreciso. No hay duda de que existe hoy una nación israelí, afin al pueblo judío disperso por el mundo, pero distinta de él. El sabra, el judío nativo o criado ya en Israel, es el símbolo de la unidad; las edot, las diferentes comunidades coexistentes en Israel, son el símbolo de las tensiones grupales, en buena medida mitigadas por los requerimientos del nada fácil
esfuerzo militar, tecnológico, económico y psicológico indispensable para que el país pueda sobrevivir.

La sociedad israelí es, pues, necesariamente múltiple. No necesariamente armónica; no necesariamente tolerante; a menudo, nerviosa e irascible, y hasta dura y violenta. Pero, con todo, creadora, intensa, dinámica, conservadora y revolucionaria a la vez. Es que la sociedad israelí no puede ser monolítica, lo cual es bueno. Pero no consigue ser igualitaria, lo que no es bueno. Ello tiene su incidencia en la legislación, muy adelantada en muchos aspectos, pero arcaica y carente de aggiornamento en otros; en la cultura, vibrante, moderna, a alto nivel internacional en algunas áreas, pero rezagada, tribal, empedernida en otras. La proporción de artículos científicos escritos por israelíes en las revistas importantes del mundo es muy alta; la calidad de las
universidades, elogiada; el nivel de la tecnología, de la medicina, de la investigación, satisfactorio; el debate intelectual, enfático. Pero, a la vez, las llamadas ciudades en desarrollo y algunos barrios de las mayores urbes están lejos de los adelantos indicados y prevalece en ellos un bajo nivel educativo, pobreza y elementos típicos del subdesarrollo.

Es posible detectar las causas: diferencias culturales; precio de la necesidad de
integrar componentes tan dispares; preservación del ingrediente religioso en la vida de la sociedad y sus consecuencias educacionales; necesidad de dedicar una fracción muy grande del talento, energía y recursos de la nación al esfuerzo militar. Sea como fuere, el resultado son diferencias pronunciadas en la sociedad israelí, por lo general no deseadas.

En la actualidad el tema de la seguridad exterior comparte el centro de la atención pública con el tema de la pobreza y de las diferencias sociales. Una de las comisiones de la Knesset, el Parlamento israelí, ha producido un informe sobre la disparidad social, que arroja luz sobre las penurias de vastos sectores de la población, en la perspectiva de los últimos veinte años. El número de indigentes se ha quintuplicado; la tasa de desocupación llegó en el 2002 a la cifra de 10,4%. Las diferencias de ingreso entre las capas de la población son muy grandes, y las consecuencias se hacen sentir en todos los ámbitos, nivel de vida, educación, etcétera. La minoría árabe, los nuevos inmigrantes y los judíos ultraortodoxos están particularmente afectados.

El deterioro económico y social ha pasado a preocupar hoy a la dirección política y a la opinión pública no menos que los riesgos exteriores, que por cierto no han disminuido. Súmense a ello otros elementos de tensión interna –el agudo enfrentamiento secular o laico con los sectores ortodoxo y ultraortodoxo, la polarización política en materia de asuntos exteriores y búsqueda de soluciones al conflicto árabe-israelí, el resentimiento derivado de la falta de equidad en las cargas públicas, los resquemores habituales que separan grupos de inmigrantes de los residentes afincados, la brega por la igualdad de los sexos– y se tendrá un cuadro general: una sociedad tensa y dividida, producto de un complejo proceso que combina aspiraciones y realidades históricas.

Natan Lerner fue javer de Hanoar Hatzioni b’ Argentina.

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